El autor es médico. Reside en Santiago Rodríguez

Por: BIENVENIDO SEGURA DIAZ

La gente llegaba con sus hojas blancas enrolladas en las manos y otras veces dobladas y escondidas en un bolsillo a la casa de madera levantada a principios del Siglo XX en una de las calles polvorientas de aquel pueblo del sur, donde converge el frio que viene de la loma con el calor y la humedad que genera el sol al golpear las aguas del Lago Enriquillo.

La sombra unas veces la daban los racimos preñados de uvas y otras la enramada techada con pencas de matas de coco que se había construido en el traspatio justo al lado del lugar desde donde se servía el café criollo y el jengibre con chocolate caliente para darle energía a la sonrisa de la gente que visitaba durante el día y la noche.

 

Las conversaciones, análisis y discusiones políticas se sucedían unas tras otras porque la represión y la persecución a los contrarios del régimen de la época eran constantes y permanentes. El país vivía momentos muy difíciles e imperaba el caos, la anarquía y el desorden con muertos al granel en todo el territorio nacional.

Habían transcurrido apenas unos años de aquel fatídico 25 de septiembre y otros pocos del 24 y el 28 de abril, donde la sangre del pueblo sirvió de abono a los sublimes sentimientos de la constitucionalidad perdida.

Siempre un bolígrafo azul fungía de testigo entre las rectas líneas y la perfecta ortografía con que se plasmaban los saludos y recuerdos a familiares y amigos que habían emigrado a pueblos lejanos en búsqueda de mejor suerte.

Los iletrados eran los más, porque no se les reconoció ni se les dio el derecho de conocer las vocales y mucho menos las letras del abecedario. No podían aprender a leer ni escribir porque eran pobres y solo tenían oportunidad para respirar y mal vivir.

Solo una vez pudieron soñar con la escuela, con un cuaderno y un lápiz. Solo una vez vieron un rayo de luz proveedor de conocimientos y sabiduría. Pero la oscuridad del “golpe” rompió en pedazos la ilusión de aprender para ser “alguien” en la vida.

Apoyado en la mesa, él se hacía cómplice cuando el bolígrafo ponía a parir palabras a las hojas blancas mientras el emisor pronunciaba lo que quería mandar a decir.

“Si no lo hubieran tumbao…yo no tuviera que hacer esas cartas, porque esta gente habría aprendido a leer y escribir”, me decía mi padre con pesar y lamentos, mientras señalaba con su índice la fotografía de Juan Bosch que colgaba en la entrada de la casa.

Hoy después de muchos años, en mi conciencia retumba el eco de aquella frase que escuche repetidas veces en mi niñez. Por esa razón, con gran orgullo y satisfacción apoyo todas las acciones que conduzcan a erradicar el analfabetismo en la República Dominicana.

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